2.28.2006

...por un mundo mejor...

2.18.2006

Sín título ( hablo de mí, de los Rolling Stones, de Benjamín…)

La posmodernidad no nos lo permite. Posar una mirada dialéctica sobre la historia propia, construyendo y destruyéndo a la vez, no queda bien; por más que se pretenda evitar el ejercicio nostálgico y que lo que se intente sea resignificar el pasado y volverlo presente. Esto último enseñaba Walter Benjamín y agregaba: “un sujeto sin biografía es uno profundamente maquinizado” . En la misma línea, decía que “si perdemos la memoria perdemos inexorablemente el futuro”. En algo de eso ando yo y, créase o no, la tercer visita de los Stones a la Argentina viene a remover ciertas estructuras de mi historia.
Recuerdo la fecha de la vez que los ví tanto como la de mi cumpleaños: un lunes 30 de marzo de 1998. Yo tenía 14 años; según Steve Zizzou, dos y medio más que la edad de apogeo de la vida de un mortal y, según yo, un momento de quiebre en mi historia.
Algo así cómo el último año de la inocencia absoluta. Una edad dónde el grado de permeabilidad hacia lo nuevo parece agigantarse día a día hasta llegar a un pico máximo pero que, como un cuadro de curvas ascendentes y descendentes, empieza a decaer lenta y sigilosamente.
Experimentar la sensación de la primera vez, del asombro y la exaltación por lo nuevo se va haciendo más difícil. Hay que ir a buscarla, encontrarla y construirla. En todo caso, a lo que se llega es a estados de inocencia: días, semanas o, con mucha fortuna, meses en los que las acciones e ideas propias se convierten en las mejores posibles. Son lapsus de sobreabundancia de vida pero donde uno ya no cree poder comerse el mundo sólo. Al fin de cuentas, quizás eso signifique crecer.
Aquellos primeros meses de ése año pasaban varias cosas juntas, todas nuevas y excitantes para mí, todas de golpe. Cachetazos de vida que golpeaban mi sensibilidad volviéndome un ser etéreo, estúpido y feliz. Me enamoraba por primera vez y, cómo la edad lo indica, lo vivía a todo o nada, de manera exageradamente romanticista. Había que encerrarse en el cuarto con I don´t know why aka don´t know why I love you o Dandelion en función “repeat” y sufrir por horas adivinando si se trataba de un amor correspondido o no (y ahí el mundo se venía abajo). El tiempo lo pasaba recordando una pelea llena de precoz histeria que terminaba con sus manos bañadas en miel refregando mi cabeza. O el olor que me dejaba impregnado cuando, bien cerca mío, me ayudaba a desenredar una tanza. Desesperado, y con llamado de larga distancia de por medio, le confesaba todo a mi prima quién, ni bien colgaba, rompía toda promesa de sigilo y anunciaba a los cuatro vientos todo mi amor adolescente por su amiga. Desde ahí, juntaba valor para llamarla y balbucear palabras entrecortadas y estúpidas, conseguir una foto suya e inventar excusas para verla (ejemplo: prestarle un libro que sabía que le gustaba para que después tuviera que devolvérmelo).
Después vendría el primer beso de nuestras vidas: torpe, único, temeroso, feliz…Se dilato bastante, por mi culpa. Estábamos sentados en las escaleras de un boliche. Mis amigos pasaban por atrás y me pegaban patadas en la espalda.
Semanas antes del recital de los Stones, en la familia había noticias sorprendentes: mi hermano diez años mayor anunciaba casamiento y paternidad con una, por ése entonces, perfecta desconocida para todos. ¿Había que alegrarse? No sabíamos. Con mis hermanas nos miramos, largamos el llanto y nos abrazamos. El casamiento, velozmente preparado pero pésimamente fechado, íba a ser el mismo fin de semana de las noches Stones/ Dylan. Algunos meses después, los flamantes padres me convertían padrino en el mismo momento en que yo ingresaba a la sala de parto y conocía a la diminuta nueva integrante de la familia. Reír era una manera inútil de disimular tanto llanto vergonzoso.
Con todo esto, no es difícil entender el papel que jugaban los Stones en mí: un exacerbado fanatismo se apoderaba de mí en un año intenso en emociones y descubrimientos.
(...this could be the last time...)
No olvido más el momento en que mi hermano me llamó para decirme que el 30 me llevaba a River: corté, caí arrodillado, cerré los ojos y alguna lágrima cayó (sí, la puta madre, basta de llorar, perdón). Indescifrable conmoción. No pegué un ojo en toda la noche.
Cada vuelto que sobraba iba a parar a lo que fuera que tuviera una lengua. Y los discos. Me compraba uno por semana, fuera como fuera. Un día nos metimos con unos amigos en las lagunas de una cancha de golf con el fin de bucear pelotitas para luego venderlas tocando las puertas de casa en casa. La fuerte lluvia era la mejor escenografía para dar lástima. Nos llevamos casi setenta pesos cada uno.
Conté las monedas una y otra vez, me bajé en Musimundo y me compré el indispensable triple “Singles Collection: the london years”. Todavía puedo recitar el orden de las canciones de ése disco y de varios otros de los Stones que me compré compulsivamente en ése año.
Su música se había vuelto algo central, poderoso, intenso, decisivo y fabuloso.
Hoy en día, no puedo más que identificarme con aquello que escribe Ricardo Foster cuando rescata el texto de Walter Benjamín “Desembalando la biblioteca” para explicar la función del coleccionismo de libros en la historia personal de cada uno y pensarlo de manera análoga con mis discos:
“…cada libro que sacaba era un recuerdo…libros que le permitieron aprender de otro modo. Libros que me devuelven un fragmento de mi memoria…Es decir, la memoria vive en los libros leídos, en los libros amados, en los libros que están en la biblioteca para simplemente ser contemplados, acariciados, para simplemente saber que siguen estando allí, aguardándonos. La cultura del libro como una casa, como una patria. El libro como aventura, como frontera abierta, como infinito.”

Como decía, de manera análoga pienso esto con mis discos. Pero si cuando llego a discos clave de mi temprana adolescencia como Automatic for the people de REM u Ok Computer de Radiohead el rechazo es instantáneo, en el caso de ciertos discos de los Stones el lazo sigue intacto. Nada volvió a ser lo mismo, he perdido el ciego fanatismo, conocí unas cuántas bandas que admiro más, y el ángulo desde el cual me acerco es diferente…Pasaron ocho años y, sí, el vínculo ha mutado pero, aún así, me siguen causando una sensación fresca, vital. Por un mínimo instante, me remiten a un mundo aparte, donde no hay resabios de cinismo, ni de imposturas, ni de adultez, ni de “sueños aniquilados”, ni de un “mundo de la utilidad y de la funcionalidad, un mundo sin risa que ha agotado la incógnita de la existencia”. (…y me fui al carajo, esto me sobrepasa).
(...I´ve been loving you too long to stop now...)
Los Stones, cómo pocas cosas, estuvieron en el momento justo de mi historia. Y, tomando a Foster, Benjamín (“la felicidad del coleccionista) y Proust juntos, ya forman parte de mi “memoria involuntaria”: aquello que está en lo más profundo de nuestro ser, de nuestro cuerpo, de nuestra imaginación, de nuestra conciencia y que, sorpresivamente, aparece cuando algo se nos cruza en el camino: un olor, una forma, un libro, un disco, una película, una imagen, un modo de desplazarse a la propia infancia, ….dejar que todo eso resquebraje nuestras obnubilaciones.

Insisto con Foster cuando invoca el pensamiento de Benjamín: “Difícilmente, para aquellos que tuvieron la felicidad de la lectura infantil – felicidad que se va gastando aceleradamente en nuestros días-, uno vuelva, como adulto a recuperar la sensación de pertenencia, de pérdida, de exaltación, de totalidad que estaba inscripta en ésa lectura infantil”.
Qué triste verdad.



Aclaración al lector: éste texto fue manuscrito hace dos meses. No lo iba a publicar pero hace días que empecé a transcribirlo, por si acaso. Lo dudé mucho: no me gusta, es grasa y, principalmente, es demasiado justo conmigo (LA razón por la que vió la luz).
Inicialmente, pretendía explicar algo que nunca entendí bien: el porque de mi negativa a ir a los Stones la semana que viene. Eso iba en un último párrafo. Hoy ya no tiene sentido, el último párrafo se me volvió una mentira y, cómo se puede notar, no está incluido. Gasté todos mis ahorros y ya no me queda nada para la entrada de reventa que me ofrecieron de 220 pesos. Tengo hambre, estoy nervioso, excitado, confundido. Sé que son unos ladrones viejos chotos que van a tocar en cambio automático canciones a las que les sacaron todo el corazón pero igual me van a emocionar hasta el culo y me van a hacer remover todo, cómo ahora. ¿Qué carajo hago? ¿Voy o no voy?...

(…just like a rolling stone, with no direction home…)

Próximamente, el fin de ésta historia.



Cinco gloriosos discos

1- Singles Collection: the london years
2- Let it bleed
3- Beggars banquet
4- Some girls
5- Sticky fingers


Veinte gloriosas canciones

Monkey man – Jiving sister funny – Memo from Turner – Jig Saw puzzle – Stray Cat Blues – Shattered – Child Of the Moon – Sympathy For the Devil – Can´t you hear me knocking – Sister morphine – Get Off My Cloud – I love ladies a.k.a. Sexy nite – Let it loose – Play with fire – We love you – Out of time – Dandelion – Worried about you – Have you seen your mother baby, standing in the shadow? – All down the line

2.09.2006

TAPE (2001, Richard Linklater): fucking brilliant

Algún hecho del pasado que no quedó resuelto o que prefirió ser silenciado, celos, competencias, una disputa amorosa, algún comentario que hirió al otro…o quizás no algo necesariamente intencional (simplemente pensar y actuar distinto) pero que, al final de cuentas, termina, por lo menos, provocando un mínimo desgaste en la relación: hasta la más perfecta relación de amistad tiene algún punto gris (o muy oscuro).
Pero, ¿qué pasa si, aún después de diez años de terminada la secundaria, uno quiere sacarse la espina con su eterno amigo de toda la vida?
Así de incómoda es Tape (2001), la película del excelente Richard Linklater (para los desprevenidos: el de Antes del Amanecer y Antes del atardecer, Escuela de Rock, etc…-no hizo ni una película que no fuera, al menos, casi brillante-) que no salió en cine pero se acaba de editar en DVD.
Basada en una obra de teatro, la película fue filmada con una camarita de alta definición y transcurre en un cuarto de hotel donde los tres inspiradísimos actores (Ethan Hawke - grosso, como nunca -, Uma Thurman y Robert Sean Leonard) se disparan entre sí los más filosos (y tensamente graciosos) comentarios. Hasta el final, no se sabe qué pasa.
Yo la ví con dos amigos y la novia de uno de éstos. A medida que iba pasando la película nos íbamos poniendo más nerviosos, más incómodos, más excitados. Definitivamente, es para verla con amigos. Terminó la película y nos pusimos a comer y debatir compulsivamente. Sobre el amor (desparejo), la primera vez con la persona equivocada, el enamoramiento compulsivo vs. el cauto y casi escéptico, la traición, el perdón…y bla bla bla. Y hasta hubo confesiones picantes.
De una película que provoca todo éso sólo queda decir que hay que verla.

2.02.2006

La sensualidad metafísica de Emmanuelle Béart

Siempre fue una frustración no saber qué palabras usar cuando tenía que explicarle a alguien aquello que me enamoraba de alguna mujer, fuera de la vida real o de la pantalla. No bastaba con explicar que no eran tetas o culos. Tampoco diciendo que era “el modo de andar”…o “la dosis justa entre misterio y liviandad”…¡Puaj! No. Toda definición me parecía, además de incompleta, forzada o pretenciosa. Debía haber alguna manera de describir ése encanto, tan único, tanto, que parecía escapar a cualquier “enjaulamiento” que eventuales (e injustas) palabras hicieran sobre dicha idea.
El problema lingüístico (¿?) me lo resolvió el director italiano Federico Fellini cuando (leí en algún lado) habló de “sensualidad metafísica”. Así definía él la (acá me niego a usar adjetivos) atracción que despertaba una de sus actrices (no me acuerdo cuál) en pantalla. Instantáneamente, decreté que ésas eran las palabras que yo buscaba; un alivio, un problema menos.
Ejemplos de sensualidad metafísica (o lo que yo entiendo que eso significa) hay unos cuántos, sobretodo en cine. Para mí, uno actual es Charlotte, el personaje que hace Scarlett Johansson en Lost In translation (Sofía Coppola, 2003). Pero, sin dudas, la primer mujer que me produjo ésto en el cine fue Emmanuelle Béart en El placer de estar contigo (Claude Satet, 1995). La película me gustó tanto como seguramente les gustó a todos los viejos paquetes que la fueron a ver al Patio Bullrich. Nunca me canso de verla. Frente a una máquina de escribir, escapando de la lluvia, levemente enojada o, simplemente, tomando vino. Cómo sea, Béart me pierde, me obnubila, me deja tonto cómo pocas mujeres.
Desde ahí la busqué en toda película en donde actuara. Desde la mainstream Misión Imposible al pésimo intento de qualite El ensayo; siempre igual de linda, aunque nunca tan cautivante cómo en aquella película.
La que nunca conseguí (porque nunca se editó) es La bella mentirosa (1991) de Jacques Rivette, el menos famoso integrante de la Nouvelle Vague. Parece que la bella mentirosa se pasea desnuda durante las 4 horas de duración de la película. Habrá que ver(la). El martes 7 y el miércoles 8 de Febrero la dan en el Lugones.
Yo voy.

2.01.2006

IMPERDIBLE video de la mujer del portero de mi casa en bolas
(gracias Chris) )